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AQUI PARRES, TIERRA'L JELECHU 

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REVISTA ANUARIO Nº 20 DEL AÑO 2.001 Parres, Tierra'l Jelechu

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RAQUEL GONZALEZ PASCUAL

EL ANGEL DE LA GUARDA

De las lágrimas que brotan de los ojos de un niño al nacer se hacen las aguas bautismales, que son las que regalan un nombre al niño por cuya cabeza son derramadas.

Tú no tenías nombre. Para ti no hubo comadrona que recogiera tus lágrimas. Llegaste al mundo una noche de invierno mientras todos dormíamos. Al amanecer fui a la cuadra y allí te encontré con el pelo aún mojado y los ojos semicerrados; el cálido aliento de las vacas había secado tus lágrimas, supe que ya no podrías ser bautizado. Y así fue como te quedaste sin nombre. Mamá se enfureció al saber mi decisión, decía que era absurdo, que sólo las personas recibían el bautismo, pero yo no estaba de acuerdo y por más que insistió no hubo manera de convencerme. Desde entonces fuiste simplemente mi perro, aunque con el tiempo la gente del pueblo acabó diciendo que eras mi ángel de la guarda. Siempre digo que algún día iré a visitar ese cementerio improvisado en el que hace tiempo te enterré, pondré flores frescas sobre la tierra árida que te cubre para que sepas que no te olvido y que tu recuerdo es el mejor de toda mi niñez. Cuando llegue te pediré perdón por mi demora y me excusaré alegando un temor absurdo que nos distancia y me hace imaginar cambios profundos en aquello que yo conocí. Tengo miedo a que el campo donde yaces ya no exista y en su lugar hayan construido bloques de edificios grises que enturbien el paisaje, tal vez el nogal bajo cuya sombra merendábamos no sea sino ahora, el mueble que decora la habitación de uno de esos edificios.

Puede que las campanas de la iglesia ya no suenen a lo lejos, porque ayer cuando fui niño su repicar se oía en todo el pueblo y entonces sabíamos que era domingo y que había que ir a casa. A mí nunca me gustó ir a la iglesia seguramente porque D. Tomás, el cura, que era muy respetado por todos, no te dejaba pasar pues decía que ningún animal podía entrar en la casa del Señor. A mí no me parecía justo y le pedí que me dejase hablar con ese "Señor", pero D. Tomás decía que "El Señor" estaba en todas partes y que debía hablarle porque me estaría escuchando. Pues bien me cansé de rogarle y no recibir respuesta y llegué a la conclusión de que aquel misterioso "Señor" no era más que una invención de D. Tomás para no reconocer que a quién realmente le molestaba que tú entrases en la iglesia era a él. Por tanto no hubo más remedio que enseñarte a que me esperases en la puerta. Menos mal que eras obediente y allí te quedabas quietecito hasta que yo salía y entonces, me recibías dando saltos de alegría corriendo a mi alrededor mientras movías el rabo de un lado a otro a gran velocidad. A veces ponías tus patitas sucias en mi pantalón blanco, el que mamá me reservaba para los domingos y que además era el único que no tenía remiendos.

Otras veces la misa se alargaba, y tú impaciente empujabas la puerta asomando tu hocico con la esperanza de encontrarme entre la multitud. Cada vez que esto ocurría D. Tomás se enojaba, más nunca me reprochó nada, sentía hacia mí lástima que compartía con los demás feligreses.

Papá se fue a la guerra cuando yo apenas caminaba y nunca más volvió; mamá me explicaba que había muerto como un héroe y que yo debía estar orgulloso por ello, pero nunca la creí porque ella lloraba mucho y yo pensaba que no debía estar orgullo so ni alegrarme por aquello que era el motivo de sus lágrimas. Así es que todos me creían desgraciado; mi única compañía eras tú y por increíble que parezca, a tu lado nunca me sentí desdichado, sino todo lo contrario, era plenamente feliz. Fue mucho más tarde, al morirte tú, cuando conocí la tristeza y supe lo que era la soledad.

Una mañana mamá amaneció enferma, la abuela empapó unos paños en agua fría y se los puso en la frente para bajarle la fiebre, mientras tanto me envió a la tienda de comestibles a que hiciera la compra asegurando que el malestar de mamá se debía a tus continuos ladridos y a mis gritos infantiles. Cuando llegué a la tienda Doña Leonor hablaba en voz baja con otras dos mujeres y por el tono misterioso que empleaba me imaginé que se trataría de algún secreto, yo ajeno a la conversación te vigilaba para que no alcanzaras unos chorizos que colgaban de una argolla del techo y te los comieras, pues tu mirada glotona me hacía temer lo peor. De pronto reparé en una figurita colocada en el extremo izquierdo del mostrador, parecía un niño vestido de blanco con dos grandes alas. Cuando fui a pagar el kilo de arroz pregunté a Doña Leonor qué era aquella figura y ella me contestó que era un ángel, enseguida quise saber si todos los ángeles tenían alas y ella me dijo que sí. Debí poner cara de incredulidad porque de inmediato me dijo que si quería saber algo más le preguntase a D. Tomás pues él entendía mucho de ángeles y de santos.

De vuelta a casa fui todo el camino pensativo y algo confuso. si era verdad que todos los ángeles tenían alas... ¿por qué tú, que según la gente del pueblo eras mi ángel de la guarda, no las tenías?

A partir de ese día empecé a palparte el lomo insistentemente esperando encontrar dos bultitos que presagiaran unas incipientes alas. Imaginaba que las alas eran como los dientes de un niño que van saliendo poco a poco, primero la encía se hincha y se forma un bulto pequeño por el que luego va asomando el diente. Claro, a lo mejor lo que a ti te pasaba es que aún eras muy pequeño y por eso no te habían salido las alas, pues los bebés tampoco tienen dientes. El tiempo fue pasando, la espera me impacientaba, como no hubo ningún cambio, decidí ir a ver a D. Tomás y pedirle unas alas para ti.

Escuchó mi petición pacientemente y su respuesta me sorprendió, aseguró que tú ya tenías alas pero que las tuyas no eran de plumas blancas como las del resto de los ángeles, sino invisibles y que por ese motivo yo no te las veía.

Al principio me costó creerlo hasta que llegó el verano y con él, la época de los bautizos, donde pude comprobar con mis propios ojos que tus alas eran de verdad.

Recuerdo que al finalizar la misa los niños nos congregábamos a la puerta de la iglesia, esperando a que saliera el padrino con su sonrisa y su elegante traje de corbata, y lanzase al aire puñados de caramelos y chocolatinas que iba extrayendo de una enorme bolsa adornada con lazos rojos. Bajo la lluvia de fruslerías los niños nos empujábamos entre risas, para conseguir el mayor número de caramelos posible con los que llenar los bolsos de nuestros pantalones. Tú siempre me ayudabas, aunque hacías trampas, ya que te comías los caramelos incluso con el envoltorio sin esperar por mí. Yo entonces me enfadaba y para enseñarte a compartir te abría la boca a la fuerza y metiendo mi mano dentro, sacaba el caramelo ya pegajoso de tus babas y con mis dientes lo partía en dos pedazos: uno era para ti y el otro para mí. Las señoras mayores tan escrupulosas siempre, se tapaban la boca y desviaban la mirada asqueadas y yo pensaba que eran unas remilgadas. A veces los caramelos reunidos eran pocos, algunos se rompían al estrellarse contra el suelo, por eso yo deseaba que aprendieses a volar, porque así podrías cogerlos al vuelo y me animaba a mí mismo pensando que no faltaría mucho para eso, pues ya tenías alas y nadie podía dudarlo, pues sino era imposible explicar cómo conseguías saltar tan alto.

Fue a finales del verano. Aquel día el fuerte sol había calentado la atmósfera, la tierra, incluso el mar, el mercurio de los termómetros subió diez grados y ni siquiera la sombra logró refrescar los cuerpos sudorosos de los aldeanos. Me fui al campo contigo y allí me quedé dormido, el chocolate de la merienda se derritió en el bolso de mi pantalón y luego no hubo manera de hacer desaparecer aquélla enorme mancha oscura. En mitad de la siesta me despertó el piar de un pájaro, abrí los ojos lentamente y te vi mirándome con curiosidad, a tu lado un pajarillo agitaba las alas nervioso, seguramente se había caído de su nido en el vano intento de volar. Decidí ayudarle, con delicadeza lo cogí entre mis manos y una vez se hubo tranquilizado, lo lancé al aire despacio, el pajarillo sacudió sus alas y tras mantenerse unos momentos en el aire volvió a caer al suelo. Repetí la misma operación varias veces y a la cuarta el pajarillo batió las alas y alzó el vuelo perdiendo se en el horizonte anaranjado de la puesta de sol. Entonces te miré y pensé que aquel era el momento idóneo para enseñarte a volar, creí que después de ver como lo hacía el pajarillo ya no te resultaría tan difícil. Tú me devolvías la mirada con los ojos llenos de pereza, no parecías muy entusiasmado y es que con el calor las ganas de jugar desaparecían.

Caminé hasta el borde de un precipicio, tú me seguiste con desgana y yo te tomé en mis brazos, apenas pesabas, tu cuerpo era ligero y respirabas pausadamente, los últimos rayos del sol caían oblicuos sobre tu pelaje suave que me hacía cosquillas en los brazos. En un arrebato de cariño te llené el hocico de besos y tú me respondiste pasando tu lengua húmeda por mis mejillas. En el fondo supe que estabas contento y que a ti también te hacía ilusión aprender a volar. Entonces te solté, separé las manos y con el impulso de los brazos te lancé al vacío, desafiando toda ley de gravedad, tú ni siquiera te alzaste unos milímetros, caíste con la misma brusquedad y rapidez con que caen las manzanas del árbol, se oyó un golpe seco y sentí miedo. Asustado bajé a buscarte y te encontré inmóvil, el pellejo aplastado contra las rocas, tenías los ojos cerrados y creyendo ingenuamente que dormías te zarandeé de un lado a otro. Como no reaccionabas te cogí en brazos y te llevé a casa. Cuando la abuela me vio llegar y se enteró de lo ocurrido empezó a gritar con una loca, mamá palideció y los ojos se le llenaron de lágrimas, abrió la boca como para decirme algo, pero las palabras no le salieron. En aquel momento supe que algo horrible acababa de ocurrir. El estómago empezó a dolerme, un temblor se extendió por mi cuerpo y una bola se formó en mi garganta obstruyendo el paso de la saliva. Sabía que estabas muerto, y aunque aún no comprendía el significado de la palabra muerte, presentí que era algo terrible porque robaba a los seres queridos y nunca más los devolvía, como había hecho con papá. El pánico se apoderó de mí y salí corriendo hacia el campo, no entendía lo que había pasado; yo sólo quería enseñarte a volar... Cuando te enterré volví a casa. Allí me aguardaba la abuela con los ojos hinchados de llorar, mamá se cubría la cara con ambas manos mientras los espasmos de un llanto incontrolable sacudían su cuerpo, también estaba D. Tomás, que fue quien me explicó que habían decidido llevarme a la ciudad a casa de la tía Adela para que se ocupase ella de mí, ya que mamá no podía por estar continuamente enferma. "Necesitas que te eduquen". Estas fueron las últimas palabras de D. Tomás, luego se dispuso a acompañarme.

Partimos en el tren de medianoche. Vi como los árboles iban pasando veloces a través de la ventanilla, también los campos y los valles fueron desapareciendo y allá atrás quedó la inocencia. Luego la negrura de un lugar desconocido llenó todo el espacio. Al bajar del tren noté que algo dentro de mí había cambiado, las lágrimas resbalaban por mis mejillas, estaba llorando pero en silencio, aquello no tenía nada que ver con mis berrinches, no hubo llanto ni gritos ni el hipo de después. Aquella fue la primera vez que lloré como lo hacen los adultos. D. Tomás me miró y yo giré la cara avergonzado.

Desde entonces no hice otra cosa que buscar una explicación a tu muerte sin sentido y han tenido que pasar todos estos años para que al fin comprenda que en realidad eras un ángel y que los ángeles no son terrenales.

RAQUEL GONZALEZ PASCUAL

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